martes, 20 de diciembre de 2016

Ik liebe Berlin

Todavía con el corazón encogido ante lo que ha pasado en Berlín... es este momento, aún no hay versión oficial, pero la semejanza con el atentado de Niza es aterradora... no puedo dejar de pensar en Berlín, mi Berlín...




No es una clasificación muy científica, pero, a estas alturas de la vida, divido las ciudades en tres categorías; ciudades en las que me gustaría vivir; ciudades en las que NO me gustaría vivir -por bellas y deslumbrantes que sean, un ejemplo podría ser Roma- y ciudades que ni fu, ni fa... ¿Qué les pido a las de la Primera Categoría...? por tonto que parezca, un buen sistema de transporte público -¡Hey, amigo Pau Noy- que haga accesibles todos sus rincones, (algo que hace extrañamente acogedor un monstruo como Tokio) una densidad cultural que haga apetecible moverse por ella, sosiego -relativo-, silencio -relativo también-, y ese algo especial que tienen los lugares donde sospechas que todo el mundo puede encontrar su hueco.... llevábamos dos horas en Berlín, y ya le decía a Blanca: "¿Tu ves...? aquí no me importaría quedarme unos cuantos meses..." y ella, que me conoce, estoy seguro de que lo entendió.

He estado tres veces en Berlín, que ya es mucho, teniendo muchos más sitios a donde ir, muchos más que oportunidades...  siempre he estado en el crudo Invierno centroeuropeo, con un frío pelón, pero también con sus calles llenas de animación, de vida -¡hay que joderse!-, que se concentra, se sublima en sus mercados navideños... con independencia de las creencias de cada uno -con mucha independencia-, hay algo en la Navidad que me conmueve: esa nostalgia de un tiempo que seguramente no existió jamás, y que difícilmente existirá, donde hombres y mujeres son buenos, las familias, felices, los jefes, simpáticos, las luces, de colores y haciendo guiños, padres y madres llevan a sus niños cogidos de la mano, el aire huele -allí, por lo menos- a vino caliente con especias y a mazapán de gengibre... justamente a ese mercado de Navidad de la K-damm, al pie de la "muela cariada" -como llaman los berlineses, que son unos cachondos, a las ruinas de la Iglesia del Kaiser Guillermo- estuvimos, creo, en cada uno de nuestros viajes; allí donde se ha estrellado el camión se compró Blanca una bufanda de lana granate, y a pocos pasos, unos simpáticos muchachos nos invitaron a un pastelito de bizcocho con marihuana -estaba rico-, y nos insistían en que podíamos comprarles más, aunque viajásemos a España, "En la aduana no os dirán nada", afirmaban, muy seguros...

En uno de mis cuentos sobre El Oso, en el más largo de ellos, mi personaje visitaba Berlín; allí era acogido por otro oso, Knut, subían a la planta más alta de "mi" hotel, el Forum, en Alexanderplatz, un monstruoso rascacielos exsocialista, pero que está en el cogollito- y, desde allí, le explicaba Berlín, con estas palabras:


“Aquí tienes mi ciudad –me dice Knut-, y tuya también, porque eso quiere decir Berlín, “Ciudad del Oso”, por eso verás efigies nuestras en todas partes, y a nadie extrañará nuestra presencia, porque la gente creerá que somos hombres-anuncios del Ayuntamiento. En mi caso es aún más verdad, porque yo he nacido aquí, puedo decir lo mismo que dijo Kennedy, “Ich bin ein Berliner”, soy un berlinés, aunque no faltaron los que se cachondearon de él, porque un Berliner es también un bollo relleno de crema, están muy ricos, ya te invitaré a una o dos docenitas, entran solos… 

Berlín es, al mismo tiempo, la Capital de Alemania, y una ciudad imprevisiblemente  poco alemana, abierta a la Europa oriental, las fronteras de Polonia están muy cerca –bueno, van y vienen, las fronteras polacas tienen una desconcertante tendencia a la movilidad-; de hecho, los primeros berlineses eran eslavos, y muchos de los nuevos lo vuelven a ser:  en medio de una llanura abierta a todos los vientos, arenosa, pantanosa, muy cerca del Báltico, recorrida por ríos tan caudalosos como perezosos, que se remansan en lagos por todas partes. Hay ciudades desde donde se ha construido la Historia; Berlín lo intentó varias veces, pero, al final, ha sido la Historia la que ha acabado construyéndola a ella: ha pasado de dominadora a dominada con increíble rapidez y con reiteración aterradora: en los últimos doscientos años, esto ha sido un desfile de reyes prusianos, dragones franceses, emperadores germanos, estraperlistas de la hiperinflación, imperios de mil años, ocupantes con medias de nailon o con gorro de símil piel, muros que dividían, manifestaciones, bombardeos, desembarcos de multinacionales multimillonarias, arquitectos superstars… así ha quedado, una ciudad hecha por cuatro grandes urbanistas: Schinken, el equilibrio y la serenidad neoclásica: Speer, la megalomanía ilustrada al servicio de la barbarie: las Fuerzas Aéreas angloamericanas, grandes creadoras de espacios abiertos, y los especuladores de la última ocupación, la Reunificación, que parecen niños de colegio compitiendo a ver quién la tiene más larga: entre unos y otros, si añadimos los bloques de la Depresión, las casitas de los enchufados en los economatos americanos, y los prefabricados de Plan Quinquenal, les ha quedado éste caos donde, extrañamente, nadie se siente fuera de su lugar, donde coexisten ancianos alemanes que se ponen muy nerviosos si les preguntas qué estaban haciendo en el 43 y sus descerebrados nietos rapados y con bombers, -hace falta tener cojones para ponerse una chaqueta que se llame “bombardero” en una ciudad que dejaron como la palma de la mano- con okupas anarquistas, trabajadores turcos de segunda generación, que ya ni saben donde cae Turquía, vietnamitas que vinieron cuando estaban ganando la guerra a los Yanquis en su tierra, y vieron como los yanquis la ganaban aquí, angoleños, colombianos, polacos, bielorusos, estudiantes de Erasmus de todas las leches… y todo el mundo, por difícil que parezca, se encuentra a gusto aquí, acaba haciéndose un huequecito, tanto la ancianita de medias ortopédicas y zapatos de plástico blindado que sigue creyendo que con Breznev vivíamos mejor, como el yupy de Hannover que ha comprado por medio millón de euros un barrio entero de pisos de veinte metros cuadrados con cagadero colectivo al fondo del pasillo, y que piensa convertirlos en apartamentos de lujo para veinteañeros californianos… tú también sucumbirás a su encanto, ya verás…

Quizás algún día me anime a colgar ese cuento, que hasta ahora solo he distribuido en la más estricta intimidad; pasan con él cosas raras, muy "Cuarto Milenio", no sé si me explico... de entrada, Knut, el osito blanco, que era la estrella del Zoo de Berlín, murió mientras lo escribía, y tuve que introducir un giro argumental... a los dos días de acabarlo, falleció otro de sus personajes reales, Jorge Semprún; con otros -Hitler, Stalin...- no existía el problema... hay también una referencia a Fidel, del que uno de los personajes afirma; "Ese, nos entierra a todos..."; bueno, ya se ha visto que no ha sido así... por no hablar del cadáver más cadáver que juega un papel importante en la trama, José Luís Rodríguez Zapatero, felizmente vivito y coleando, pero ante cuya tumba, como el Gran Wyoming, me recojo con frecuencia en oración... pero lo de ayer ya supera todo lo esperable... ¿Sabéis cómo entra y sale mi personaje principal en Berlín..? En un trailer polaco...

Berlín sigue muy cerca de mi corazón, no descarto volver, y pronto, desde ayer tengo aún más ganas... Ik -no ich, los berlineses dicen "ik"-, ik liebe Berlín... a una ciudad a la que le ha pasado de todo, menos quedarse preñada, le faltaba ese puntito de horror de un buen atentado para hacerla aún más querida a los que hemos sucumbido a sus encantos... desde aquí le envío un abrazo, junto a una de sus más bellas esculturas, precisamente por no ser bella, la "Pietá" de Käthe Kollwitz, una madre pobre, proletaria, que acuna a su hijo muerto en el Memorial de la Neue Wache, y aquellos versos del himno de la República Democrática Alemana: "Daß nie eine Mutter mehr Ihren Sohn beweint", "Que nunca más una madre llore a su hijo"....




lunes, 5 de diciembre de 2016

De Ceferino a Marcel...

Lector vicioso, que no ejemplar, tengo mis manías, como todos... una de ellas, los nombres de los personajes...

En efecto, los nombres de los personajes que aparecen en una novela pueden jugar sobre mí un particular efecto negativo; si el nombre me resulta chocante, inadecuado, tiendo a distanciarme, a no entrar plenamente en la trama... un nombre que chirríe resulta para mí absolutamente anafrodisíaco, no sé si me explico, vamos, que no... y puede ser por varios motivos: un nombre de personaje no puede ser premonitorio, no puede ser un "spoiler": si la protagonista lo va a pasar mal, francamente mal, no se debe llamar Angustias ni Dolores; la que más se acerca, la Colometa "Palomita" de "La Plaça del Diamant", que ya desde el principio sabes que acabará prácticamente desplumada... tampoco un futuro marido engañado debe llamarse Cornelio -¿Os imagináis, Monsieur Bovary...?- los nombres y apellidos deben ser realistas, no digo yo que tomados del Listín Telefónico -caso de que aún exista, hace tiempo que no veo ninguno-, pero no deben chocar innecesariamente; llevo años siguiendo fielmente la carrera de un suboficial de la Guardia Civil llamado Bevilacqua, que fuerza a su autor a explicar, en cada novela, la existencia de un padre uruguayo desentendido de su esposa e hijo, con la de tinta que se habría ahorrado llamándolo López, pongo por caso... mi situación de incomodidad llega al colmo cuando algún autor extranjero incorpora algún personaje hispano o español con nombres y apellidos auténticamente ridículos e improbables...

Si vamos a ver, tengo un cierto desencuentro con Cervantes ni más ni menos que por el nombre de Don Quijote... posiblemente no sospechó que la fama de su obra superaría, de lejos, la época en que se conservaba un recuerdo de los nombres de las piezas de las antiguas armaduras, pero... ¿quijote...?; mal empezamos si, a la primera página, nota aclaratoria... podría haberlo llamado "Don Yelmo", que aún mucha gente sabe lo que es, "Don Casco" "Don Peto", "Don Espaldar"... o, más abajo de los quijotes, "Don Espinilleras", nombres todos que, en diversas variedades y materiales high-tech, aún siguen usando deportistas y policías antidisturbios... pero fue a bautizarlo con una de las piezas que antes han pasado al olvido... acertó, eso sí, con Sancho Panza, al que sólo falta añadirle el adjetivo "Cervecera" para considerarlo plenamente vigente y actual.

Si, por el contrario, el nombre resulta correcto, según mis puñeteros estándares, tampoco es que lo considere un mérito especial; lo doy por bueno, pasa sobre mí fluidamente, y ya puedo concentrarme en la trama; de vez en cuando, me sorprende el acierto en la elección de alguno, pero no es lo más habitual...

En eso, como en tantas otras cosas, soy un rendido admirador de Marcel Proust: en "A la búsqueda del tiempo perdido", una obra fluvial, miles de páginas, cientos de personajes... ni un fallo, todos nombres admirablemente elegidos, Guermantes, Saint-Loup, Verdurin, Jupien... en orden descendente de clase social.... Palamède, para un varón tradiccionalista, Albertine, para una muchacha en flor que, posiblemente, escondía como referente real a un muchacho no menos en flor... quizás un pequeño "pero"; Swann, ¿no hubiese sido mejor "Schwan", "Cisne", en Alemán, y supongo que también en Yidish?... pero no vamos a discutir por una "ch" y una "n" de más o de menos, él sabría el por qué...

Y otro de sus grandes aciertos fue el de mantener, durante toda su obra, en el secreto el nombre del narrador y auténtico protagonista... ¿es eso cierto...? según y como...

Me leí de un tirón "A la recherche..." en los siete -me parece- volúmenes de una edición de bolsillo en Francés, prestada por una amiga, Pilar, todavía más francófila -y más francófona- que yo: lo hice, además, durante unas vacaciones en Boltaña -mi Combray y mi Balbec particulares, todo en uno-muchas veces entre baño y baño en la Gorga; Pilar había subrayado profusamente sus ejemplares, costumbre que yo no tengo, seguramente por falta de constancia, y eso me permitió descubrir -porque allí los subrayados alcanzaban ya su paroxismo- el único párrafo donde Marcel Proust baja la guardia, e insinúa indirectamente, en un suponer, por así decirlo, que su Narrador Sin Nombre podría llamarse como el autor del libro, Marcel, es decir, él mismo... no me resisto a citarlo literalmente:

"Albertine decía: "Mi" o "mi querido", seguidos uno y otro de mi nombre de pila, lo que, dando al narrador el mismo nombre que el autor de este libro hubiera sido: "Mi Marcel", "Mi querido Marcel""

Pelín liado, ¿verdad...? Pero así era Don Marcel, no le demos más vueltas, que ya bastantes le daba él...


Viene a cuanto todo esto porque el otro día celebraba yo la reciente concesión del Premio Cervantes a Eduardo Mendoza, al que admiro por muchos y variados motivos, y hacía referencia a uno de sus personajes con los que más sanamente me he reído; el Detective Sin Nombre.

Eduardo Mendoza, a la hora de poner nombres a sus personajes, arriesga, y de qué manera; ya en su primera novela, "La verdad sobre el caso Savolta", hizo auténticos equilibrios; de entrada, elegir un apellido catalán "salat" -encabezado por el el artículo "sa", que substituye al "la", determinado femenino singular, en el habla de las Baleares y, antiguamente, en buena parte de la costa mediterránea catalana- que no es frecuente... y, dos años después de la aparición de la novela, se estrenaría la primera película de John Travolta, que añadiría una peligrosa contaminación... también era arriesgado que un periodista anarquista, por menudo e inquieto que fuera, fuese conocido por el apodo de "pajarito" -que siempre asociaremos a José Luís López Vázquez en la película que se inspiró, bastante libremente, en la novela... volvió a hacer un triple salto mortal al bautizar al ingenuo extraterrestre que aterrizaba en Barcelona para conocer la marcha de los fastos olímpicos -y que, para evitar llamar la atención, adoptaba el aspecto físico de Marta Sánchez- con el nombre de Gurb, ignorando -¿cómo iba a saberlo?- que es un municipio de la Plana de Vic... acertaba de lleno en "La Ciudad de los Prodigios" al llamar a su protagonista Onofre Bouvila, no se me ocurre otro nombre que resuma mejor el origen campesino del Bou -buey- con la Vila -villa- que era su destino final... por no decir en una de sus más felices invenciones, Isabelita Peraplana, con el que he bautizado -secretamente, por supuesto- a todas las señoritas que he conocido de agradable presencia pero escaso desarrollo pectoral...

Su Detective Sin Nombre -frecuentemente escapado de la institución donde, con métodos francamente arcaicos, lo atendían de su tampoco nunca descrita enfermedad mental- no necesitaba ser llamado de ninguna manera porque, cuando lo hacían los demás, usaban epítetos sumamente insultantes, y cuando era él mismo quien se presentaba, se apropiaba del apellido -Sugrañes- del psiquiatra que con tan escaso éxito lo asistía... ni siquiera procedió nunca a tomarle la filiación el Comisario Flores, al que debo uno de los más brillantes términos de la inagotable cantera que encontramos en la obra de Mendoza, y que -ahora es el momento- me acuso de haber tomado prestado en alguna ocasión: ¿sabéis cómo se llama el periodo histórico transcurrido entre el 18 de julio de 1936 y el 20 de noviembre de 1975...?: "Prepostfranquismo".

Pues bien, en su más reciente aparición, en "El secreto de la modelo extraviada", el Detective Sin Nombre deja de serlo; sabemos ya que se llama Ceferino: nombre honesto y modesto, que denota antecedentes rurales y/o uso del Santo del Día, esa sabia tradición que tantos quebraderos de cabeza ahorraba. Recordaremos su nombre, y esperamos su pronta reaparición en la nueva obra que, desde ya, nos debe Eduardo Mendoza a sus leales admiradores.