lunes, 15 de mayo de 2017

Andorra, Capital dels Pirineus

No es infrecuente que mis viajes -excursiones, en este caso, está muy cerca- acaben enredándose con la Historia, con mayúsculas, o con mi pequeña historia personal...








"Andorra, capital dels Pirineus", proclama, orgulloso, el ticket del parking en cuya quinta planta -ya no sé si aérea o subterránea- acabo de dejar mi coche, en el centro de Andorra la Vella, justo debajo de las instalaciones del Govern d'Andorra... he llegado a través de comarcas que he pateado en mis tiempos al servicio de la Generalitat, -el Berguedà, la Cerdanya- donde trabajé en la recuperación tras las salvajes riadas de 1982, y donde tantos amigos dejé, y he vuelto a rodar por tierras andorranas, tras más de veinte años de no hacerlo... y la Capital dels Pirineus me rodea, me aplasta y me acongoja.

Andorra es, en pocas palabras, un horror, "¡El Horror!", diría Kurtz-Marlon Brando...  como todas las generalizaciones, ésta es útil, pero injusta; trataré de afinar más: Andorra es una distopía, aquello horrible que puede ocurrir en el Futuro, si somos suficientemente malvados -poco probable- o suficientemente codiciosos y estúpidos, mucho más ajustado a la realidad. Sobre un bellísimo territorio de montaña -no es la Capital de los Pirineos, pero sí posiblemente su Corazón- extrañas circunstancias históricas han creado las condiciones para una acumulación de riqueza, de iniciativa comercial y turística, y de pésimo gusto, que han machacado toda o buena parte de la Belleza que encerraba y, lo que es más prodigioso aún, a entera satisfacción de sus habitantes y de los miles y miles de visitantes que la recorren todos los días del año, porque Andorra, como New York, nunca duerme...



Aislada de los complejos procesos de creación de los dos Estados modernos vecinos, bajo la autoridad más nominal que otra cosa de dos copríncipes, el Conde de Foix y el Obispo de la Seu d'Urgell, Andorra era, lisa y llanamente, un corral de vacas, que dormitaba bajo sus instituciones medievales; justamente hay vacas en su escudo nacional, como recordaba Sheldon en su programa televisivo -de limitadísima difusión- "Fun with Flags". En los Años Veinte del Siglo Pasado, un aventurero internacional -con muchísima vista para los negocios- intentó crear allí una Monarquía, hasta que fue reducido por una pareja de la Guardia Civil. Pocos años después, una esposa parricida -¡hasta donde estaría la pobre mujer del marido...!- fue ejecutada, cortándole la cabeza de un hachazo... así iban las cosas por allí...

Las dos posguerras de los Años Cincuenta, en Francia y en España, y la aparición tímida, al principio, descarada y arrolladora después, del fenómeno del turismo de masas, despiertan Andorra de su letargo; Al Conde de Foix le ha sucedido el Presidente de la República Francesa; al Obispo de la Seu, nadie, sigue él, aquí no ha habido revoluciones duraderas... pero la autoridad efectiva en Andorra la siguen detentando las oligarquías locales, que pronto van a comenzar a hacerse ricas, muy ricas, extremadamente ricas, vendiendo cosas libres de impuestos a sus vecinos de arriba y de abajo.. empezarán con el tabaco -hay una pequeña producción local, que daría para la primera media hora de ventas en los estancos andorranos el día de Año Nuevo- , seguirán con cosas tan variadas como el azúcar, la mantequilla, las aspirinas francesas -que curaban mucho más que las españolas-, las vajillas de duralex, los cuchillos de sierra... mis primeros cigarrillos son rubios ingleses comprados en Andorra; los "Craven A", de boquilla de corcho, los "Abdullahs", elegantemente ovalados, que se decía contenían mínimas cantidades de opio... andorrano es mi primer polo Lacoste, con su cocodrilito verde, mi primera cámara fotográfica Agfa, con fotómetro... la Dictadura Franquista, que ha aprendido a apretar, y de qué manera, pero también a no ahogar, hace la vista gorda en la Aduana, sabiendo que es la válvula de escape para los reprimidos deseos de una naciente clase media, en cuyo desarrollo -clarividentemente- adivina su continuidad.

Pronto miles de españolitos y francesitos descubrirán el dudoso placer de partirse la crisma bajando por empinadas pendientes nevadas sobre un número variable de carísimas tablas, y para ellos empezarán a construirse hasta la cota de los dos mil metros mamotretos de apartamentos y hoteles como los que ya trepan por los prados que antes rodeaban el curso bajo del Valira... lenta, pero inexorablemente, el gris del cemento y el negro del asfalto van sepultando la verde hierba andorrana.

Demográficamente, la transformación es espectacular; andorranos de nacimiento son cuatro y el cabo; pronto empiezan a llegar, por miles, españoles, franceses, después portugueses... buscando oportunidades en un mercado laboral que no cesa de crecer; los andorranos se atrincheran en su nacionalidad; es dificilísimo acceder a la ciudadanía -un curioso sistema es casarse con una "pubilla", una heredera andorrana- pero, eso sí, no puedes abrir ni un kiosco de prensa en Andorra sin un socio andorrano... pronto todos -y cuando digo todos, es todos- los andorranos pueden vivir de eso, de su pasaporte... las cosas han ido cambiando, hace algunos años aprobaron una Constitución, incluso han llegado a reconocer ciertas libertades políticas y sindicales, han aflojado en el tema ciudadanía, y hace unos años un orgulloso funcionario andorrano me anunciaba que ellos, los andorranos, eran ya el segundo grupo nacional del país, habiendo superado por poco a los portugueses, aunque aún a considerable distancia de los españoles... una Atenas sin filósofos, pero viviendo sobre las espaldas de los metecos...

Y al calor de esas transformaciones, Andorra se consolida como una plaza financiera, basada en el consejo de los tres monitos clásicos; no mirar, no oir, y no hablar... me he prometido a mí mismo no ensañarme con las historias de misales y madres superioras, pero no es fácil olvidar la condición de paraíso fiscal, aunque ahora parezca tener los días contados...



Cincuenta años atrás, un muy joven estudiante, que iba a empezar Económicas en el mes de septiembre, recibe del jefe de su padre una propuesta informal; subir durante el verano a hacerse cargo de la contabilidad de un pequeño hotel que posee en el centro de Andorra la Vella. El joven estudiante es un inconsciente de cojones, no tiene ni idea de contabilidad, pero se apunta a un bombardeo y, al fin y al cabo, tampoco nadie ha hablado de sueldo, va de becario, eso que está ahora tan de moda...

En el breve trayecto entre Barcelona y Andorra, la cosa se ha complicado; ahora ya no se habla de contabilidad -actividad nocturna y poco exigente, que dejaría muchas horas libres,- sino de llevar la caja del hotel, el restaurante y el bar, trabajo bastante más esclavo, al pie de barra, que puede prolongarse hasta las tantas si, como es frecuente, al cerrar los negocios vecinos, muchos amigos del director del hotel vienen a echar la copita... hay, además, un riesgo adicional, y no pequeño: el cajero, de dieciocho añitos, tiene barra libre; se jura a sí mismo, si aspira a volver a territorio español con hígado, a limitar el consumo diario a una sola copa de brandy: eso sí, de un cognac francés, el más caro de la casa, que entra solito y sabe a gloria; cumplirá escrupulosamente con su autocompromiso.



En Andorra se usan, indistintamente, pesetas españolas y francos franceses, que aún se llaman "nuevos", "nouveaux"; a unas 17 pesetas cada nouveau. Pero la caja no distingue; suma dos francos y dos pesetas, y da cuatro. Tengo que acordarme de apretar la tecla del asterisco cada vez que marco una cantidad en francos y, al cerrar la caja, sumar manualmente las cantidades con asterisco y restarla de la suma total. Como era de esperar, me hago la picha un lío: el primer día me sobran trescientas pesetas; al segundo, me faltan setenta... creo mi "Caja B", y me prometo que, el día que cierre a cero, no pido la cuenta, porque no hay cuenta que pedir, pero abandono el trabajo, como sea...

Hay peculiaridades organizativas en el establecimiento que tampoco facilitan mi tarea: por ejemplo, en el restaurante no hay helados, pero figuran en la carta... cada vez que un cliente los pide -estamos en Verano, y el en fondo del Valle de Andorra hace un calor africano-, el camarero viene a la caja, me pide el importe del helado, sale a la calle, y lo compra en una heladería que está a dos puertas... ¡ajusta luego eso en la caja...!



Por suerte hay tiempos muertos, y puedo salir a la terraza posterior, desde donde unos verdes prados se deslizan hacia el río... hay ratas, enormes, como conejos... le explico al director que hay un serio riesgo sanitario, me compra un potente rifle de aire comprimido y, en mis ratos libres, salgo a la terraza de safari: a mis víctimas se las comen sus familiares y vecinas, pero yo algo me entretengo...

Cuando cierro la caja y el bar, a veces hay actividades... no penséis mal; el copríncipe es obispo, y el primer puticlub de Andorra tuvo que abrirse en una aldea española que sólo tenía acceso rodado desde Andorra; estaba en su diócesis, pero no en su jurisdicción temporal, así que ajo y agua... recuerdo en un kiosco una altísima columna de una revista española de esas llamadas "femeninas"... en realidad, sólo la primera lo era; debajo estaban los "Playboy"s, del mismo tamaño... "El bisbe, ja sabeu...!" explicaba, con un guiño, el quiosquero...

Una noche, por ejemplo, había una velada de lucha libre en la Plaza de Toros de Les Escaldes; los españoles ocupábamos las localidades altas, las más baratas; las sillas de pista, más caras, eran territorio francés y de algún andorrano despistado que no se había quedado en casa contando sus millones; los luchadores eran siempre el francés, limpio y técnico, y el español, guarro y marrullero, que, al final, acababa mordiendo el polvo... los hispanos nos íbamos calentando... hasta que al final, en el combate a cuatro, cuando el árbitro reprendía a la guarrísima pareja española, se produjo un  nuevo Dos de Mayo; empezaron a volar sillas sobre el ruedo, y franceses, árbitro y luchadores -por supuesto, amigos de años y compañeros de trabajo- corrían a refugiarse donde podían... yo, siempre neutral en estas lides, me escondí detrás de una columna, y allí me encontré con dos miembros de la Policía Andorrana, el Servei de Vigilància se llamaba entonces, dos payesotes gordos como tocinos, vestidos de marrón caca y boina negra, cuyas barrigas temblaban de risa; se estaban partiendo la caja ante el espectáculo, sin ni siquiera mover un dedo para evitarlo...

No todo era trabajo... con unos amigos de mi padre, podíamos visitar algunos lugares aún bellos, aún relativamente intactos... recuerdo haber subido con mi padre en el teleférico del Llac d'Engolastern, unos huevos de plástico que bailaban bajo el vendaval -al volver nosotros se cerró la instalación, por el viento-, suspendidos sobre un paisaje maravilloso, o haber asistido, de madrugada, a la Subida al Port d'Envalira, una prueba automovilística -ni que decir tiene, el automovilismo era el deporte nacional en un país donde no se podía poner la tercera en ninguna carretera-, viendo, en la oscuridad de la noche, las llantas arrancar chispas del asfalto en las curvas, y desayunando, al salir el sol, en la bella cabaña de la Vall d'Ingles: no olvido el menú; a las nueve de la mañana, escudella, truchas y costillas de cordero... para beber, Johny Walker...

Cuando llevaba ya unos veinticinco días allí, una noche, sucedió el milagro... mi caja "B" cerró a cero... aproveché uno de mis frecuentes ataques de amígdalas... "¡Estoy muy malito, me vuelvo a Barcelona...!", anuncié; salí por piernas y, a los tres días, ya estaba donde yo quería, en Boltaña, fumando rubio inglés, tomando Sidra el Gaitero en vez de Cognac Hennesey, y presumiendo de polo lacoste con sargantana verde... y esa fue mi experiencia laboral en Andorra...

Sólo había cruzado otra vez el Principado, hacía ya unos veinte años, y el Viernes me atreví a volver a pasear por mi Pasado; el Hostal donde trabajé, ascendido a la condición de Hotel, sigue donde lo dejé, y, aunque mejorado, perfectamente reconocible, pero detrás suyo ya no hay verdes prados que descienden hasta el Valira; sobre los esqueletos de las ratas que maté aparcan hoy cientos de coches en un gran parking a cielo abierto, y aún hay otra fila de edificios de seis plantas frente al río... la Avinguda Meritxell sigue siendo un cañón sombrío entre bloques que se encaraman en la montaña, los Magatzems Pyrénées han perdido su castizo "Casa Pérez", en los escaparates los precios son tentadores; pistolas eléctricas Táser a 19 euros, quién no le provoca un paro cardíaco a un pariente que le caiga mal por 19 euros... Blanca pica en una perfumería, y se lleva un set de Calvin Klein, aunque luego, con todo lo que le he contado, se está constantemente oliendo la muñeca para ver si el aroma permanece durante un tiempo razonable... si sigo diez minutos más, también se me desata el consumista que llevo dentro y hago alguna locura... incluso en un momento de debilidad comento: "Podríamos venir alguna vez a comprar a Andorra..." llegamos al casco histórico, aún queda alguna calleja que recuerda, lejanamente, el bello pueblo de montaña que tuvo que ser Andorra alguna vez. Junto a su iglesia, una hermosa iglesia románica -el románico andorrano es precioso- pasticheada en plan nuevo rico, un edificio enorme enmascara una feísima pared de aguas con un trampantojo montañés... salimos hacia el túnel del Pas de la Casa y hacia el Pirineo de l'Ariége, sorprendentemente virgen, extrañamente puro... antes, en Les Escaldes. donde las cutres casas de los no andorranos trepan por las montañas, he llenado el depósito con la 95 más barata que puede encontrarse en Europa... voy huyendo de mi pasado, Andorra y yo hemos envejecido... a ella, por supuesto, las cosas en la vida le han ido mucho mejor que a mí, pero... ¿sabéis una cosa...? No me cambiaría por ella, creo que estoy mejor conservado yo...




















No había entendido el simbolismo de estas estatuas: ¡a metro cuadrado por cada culo... this is Andorra!




No hay comentarios:

Publicar un comentario